Los jueces y la prisión preventiva.

Se suele creer que la libertad es la regla en los procesos penales, al menos esa es la proclama normativa. El verbo enjaular, sin embargo, en la praxis, es más habitual. Y la prisión preventiva se transformó en una verdad más real que la presunción de inocencia. Veamos.

Sin acusar a los jueces que imponen la prisión, es normal que lleguemos a ella por un factor humano más contagioso que cualquier virus: el miedo. Cuando el clamor social, las hordas justicieras y los indignados de la comunicación se ensañan, pocos van contracorriente.

Conservar la razón y el sosiego en escenarios tan beligerantes es cosa de dioses y hasta estos erraban cegados por pasiones más propias de humanos que de seres celestiales. Sólo un verdadero juez, dejando a un lado sus prejuicios, mantiene el tipo y limita la prisión.

Si hacemos un estudio estadístico de las personas que han escapado del proceso por sufrir una medida distinta a la jaula, veremos que los números porcentuales no pasan de un dígito. Y en los casos en los que hay presión social me atrevo a decir que no hay evasores.

La presunción de inocencia, aunque suene repetitivo, permite que, a favor de la persona señalada, se activen facultades defensivas que le permitan refutar la imputación. Entre esas facultades está la de conocer el proceso en libertad.

Y esta libertad no debe existir por mera arbitrariedad, sino porque permitiría ejercer la autodefensa con la serenidad y quietud necesarias para buscar pruebas, comunicarse sin trabas con su abogado, poder contrastar las evidencias del persecutor, etcétera.

La prisión preventiva se transforma en un obstáculo que afecta todas estas actividades, las distorsiona y las vuelve un espejismo, como si no existieran. Hacerla una medida habitual simplifica los procesos penales y los transforma en sainetes de intermedio teatral.

De hecho, la ley la limita porque su existencia implica un acto de violencia extremo, sobre todo en estas tierras, donde las cárceles no se ajustan a la dignidad humana, pues son ergástulas y, como dirían los revolucionarios, cementerios de hombres vivos.

Su existencia, en la práctica, se ha convertido en una pena anticipada, en una lección que se dicta para disciplinar al encartado mientras se avanza con su proceso, por si acaso emerge una sentencia absolutoria, no vaya a ser que esa persona se salga con las suyas.

Y no es que neguemos su existencia, cuando se dan las condiciones legales irrefragables, no se puede evadir. Pero imponerla por inercia es mala señal hasta para la democracia. Y los jueces, en el ejercicio del poder que se les otorga, deben filtrarla, ser la criba.

La función jurisdiccional es esencial para la contención del acto de violencia proveniente del poder punitivo del Estado, siendo un contrapeso que garantiza la existencia de los institutos que el sistema normativo define para la pervivencia de la paz social.

Sí, los jueces van a lo mercados, van a las plazas públicas, pero su comportamiento debe ir más allá del humano común, son como los caballeros de la antigua orden Jedi de La Guerra de las Galaxias: deben obrar sin pasiones, sin miedo, sin odio, para no llegar al mal, al lado oscuro.

Si actúan bajo el influjo de emociones humanas negativas, muy humanas, claro, no podrán refrenar una práctica que fractura el fin instrumental de la prisión preventiva y la convierte en un fin en sí misma. Su sola imposición es una declaratoria de derrota.

Imponer prisión preventiva es negar que las otras herramientas de la norma procesal penal son incapaces de permitir el curso del proceso. Es una aceptación de deficiencias estatales institucionales para regular la libertad de quien está sometido, que paga la culpa.

Si el clamor popular es una fuente de derecho para imponer prisión preventiva, ya no serán necesarios la presunción de inocencia, la igualdad de las partes, el derecho de defensa. Y, siendo así, los jueces ya no serían necesarios.

Pero no es así, los jueces de verdad son más necesarios que nunca. Ellos son el último bastión, el semáforo que, al decir del maestro Zaffaroni, casi siempre debe estar en rojo para el ejercicio del ius puniendi, limitándolo.

Y limitar la prisión preventiva, tanto en imposición como en el tiempo, reafirma los cánones democráticos, permite un diálogo equilibrado entre acusador y acusado. Incluso, permite a quien investiga, gozar de más tiempo para indagar y hallar la VERDAD.

Los jueces son la lámpara que lleva la luz y que, con el ejercicio gnoseológico, se levantan sobre el poder, sólo sumisos a la aplicación justa de las normas de derecho que arrinconan la prisión preventiva como medida cautelar, una excepción que jamás debe ser la regla.

Los jueces no deben fallar como seres comunes, deben respetar los colores de su toga y hacerlos valer, ejercer su imperio con la majestad que le ha sido otorgada en nombre de la Constitución y no convertir la justicia en un infierno unánime para los perseguidos. 

He dicho.

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