El camino del delito (I).
|Hay delitos que muchas veces ocurren sin meditación, nacen de exabruptos momentáneos, dados por las circunstancias, como si fueran extraídos vivo ejemplo del pensamiento del inmortal filósofo español José Ortega y Gasset cuando dijo “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo” (Meditaciones del Quijote: 1914), es decir, un resumen de la expresión espontánea del ser ante los acontecimientos. Pero no son estos actos ilícitos los que interesan en el análisis del camino del delito o iter criminis (como en latín podría llamarse), sino aquellos que surgen de la profundización de una idea, de un objetivo definido y bien calculado, “fruto del mundo circundante” que “imprime” al individuo “esta o aquella dirección” (Hans Von Heting: El Delito. Vol. II, 1972, p. 13).
El camino del delito, como sostiene la mayor parte de la doctrina penal, tiene dos fases principales: la fase interna y la fase externa. La primera es la de ideación del delito, con sus diferentes momentos psíquicos; la segunda, por su parte, se constituye de tres etapas que son la preparación, la ejecución y la consumación.
El enfoque de este día será el de la fase interna. Se trata de “un proceso interno en el que el autor elabora el plan del delito y propone los fines que serán meta de su acción, eligiendo a partir del fin los medios para alcanzarlo”, tal como lo propone Enrique Bacigalupo en su Manual de Derecho Penal (1996: p. 163). La esencia de esta doctrina es la constitución del designio, el propósito, del momento en el que la mente comienza a construir un plan para la realización de una acción. Como diría Camus en El hombre rebelde, “los grandes sufrimientos, como las grandes dichas, pueden estar al comienzo de un razonamiento”.
La fase interna no trasciende del pensamiento —a menos que sean construidos en una especie de asociación entre personas, de lo cual pueden deducirse diferentes conclusiones—. Lo que genera que la idea no sea perseguida o sancionada, pues, por el principio de exteriorización del derecho penal, solo la conducta exterior, la acción manifiesta, palpable, es constitutiva de delito, como reza la máxima latina cogatitionem poena nemo patitur. Es decir, el pensamiento no constituye delito, pues —al final— representa un derecho inherente de la persona, libre, sin trabas.
En esta etapa del iter criminis existen tres momentos esenciales:
- La ideación misma, que es “cuando se origina en la mente del futuro [o posible] autor, la posibilidad de dar salida a su ánimo negativo a través de una conducta que en su objetividad se manifestará como contraria al interés social en un momento histórico determinado”, en esencia, es el momento en que un “individuo hace nacer en su mente la posibilidad de cometer una conducta que de verificarse se presentará como delictiva”, sólo con vigencia en la “esfera psíquica” (Gustavo Malo Camacho: Tentativa del delito, 1971, p. 26).
- La deliberación, que es la evaluación de las “posibilidades de éxito”, con el estudio de “los aspectos positivos y negativos” de la idea, suponiendo la “facultad esencial del libre albedrío del individuo” para elegir entre lo socialmente bueno y lo socialmente malo (Malo Camacho: p. 27).
- La resolución, es el momento en el que el individuo ya empieza a formarse en su mente el elemento volitivo, cuando se crea el designio de la exteriorización de la idea, pero aún así se mantiene en el pensamiento, del lado psíquico, ya habiendo ponderado todas las “particulares” alternativas posibles, según su concepción inicial, sin concretar —aún— en la conducta ese designio (Malo Camacho: p. 28).
Son tres los momentos de la ideación y ninguno de ellos es sancionable porque solo la conducta externa puede ser perseguida. Sin embargo, existen deformaciones, tendencias, que procuran castigar actitudes del pensamiento por el temor a la exteriorización de algún hecho dañoso. La ficción nos trae un ejemplo palpable. La novela La Naranja Mecánica, del escritor británico Anthony Burgess, popularizada por el cineasta Stanley Kubrick, con la película de mismo nombre, pone de relieve lo dicho: en este clásico se puede observar cómo se ideó la manera de anular la primera fase del iter criminis¸ cuando al personaje principal de la obra —mientras purgaba su pena, luego de haber cometido un sinnúmero de delitos— lo sometieron a un tratamiento experimental con el que, de solo llegar psíquicamente al instante de ideación de la infracción, provocaba en él sensaciones de asco, dolor y enfermedad, suprimiendo el dolo en la mente de aquel ser humano, acabando (a fin de cuentas) con su libertad de pensamiento, con su derecho a imaginar. Ojalá nunca pase de la fantasía.
Si pensar fuera un delito, en la vida real casi todos seríamos perseguidos, sancionados, amordazados, porque ¿a quién no se le ha ocurrido, tan siquiera por un segundo, la idea de cometer un acto reñido con la ley? En resumidas cuentas, castigar el pensamiento significaría eliminar algo que no está dentro de los límites del derecho, sino en la consciencia humana, en su espacio más íntimo. Las imágenes mentales no se castigan, se escarmienta la conducta, el acto, el hecho externo. Por ello la fase interna del iter criminis no es sancionada porque se halla en el mundo de las ideas, donde todo es posible. Ya la externa es otra historia que será contada más adelante.