El sueño que tuvo mi amigo sobre la muerte
|Luego de varias semanas de estar atrapado por los temas recurrentes de la agenda doméstica de nuestro país, tuve el grato placer de compartir con un amigo de infancia con el que hicimos un recorrido por algunos acontecimientos agradables de nuestra niñez.
También hablamos, como era natural, de algunos temas de adultos. Por ejemplo me contó un sueño que tuvo sobre su muerte y que lo narraré de la misma manera como lo escuché. Era su muerte, la suya, la exclusiva, la inevitable, la que no se puede compartir con nadie.
Me cuenta que la noticia de su muerte corrió con una rapidez asombrosa. En poco tiempo, su casa se llenó de curiosos que querían comprobar la certeza de tan terrible información.
Indagaban sobre la causa del repentino acontecimiento y hacían preguntas incesantes y molestosas.
De seguro lo llevaran a la iglesia, murmuró uno de los curiosos. Su madre es una mujer de iglesia y lo más natural es que lo lleven allá, sentenció otro.
Su madre salió de su mutismo y dijo que no, que su cuerpo no sería llevado a la iglesia.
Su hijo fue un hombre noble, pero incorregiblemente rebelde. Más bien, testarudamente rebelde, señaló.
He decidido que su cuerpo sea expuesto únicamente en una funeraria. El tendrá la oportunidad de resolver sus diferencias con Dios en el más allá. Por lo menos de algo estoy completamente segura, gozaran mucho en el cielo con sus simpáticas ocurrencias, concluyó mi madre.
En la funeraria, los concurrentes observaban su cuerpo sin vida en el aquel frío ataúd. Algunos, mostrando dolor, habían acudido para verlo por última vez. Otros, en cambio, lo hacían para asegurarse que ya no regresaría más a este mundo, como en una ocasión lo hizo Lázaro ante el llamado del maestro.
Con cierta dificultad, pudo despertar de su sueño y comprobó que aún tenía vida, que su muerte se había aplazado para un momento desconocido por él, porque la verdad es que nadie sabe cuándo llega tan inesperada visitante.
Al despertar, pensó por un momento en la fragilidad de la vida, en su brevedad y en el valor inimaginable que tiene cada instante que la constituye.
De igual modo pensó en Borges, creador de laberintos y de trampas, que en un cuento suyo llamado el inmortal se preguntaba, ante la brevedad de la vida, qué pasaría si fuéramos inmortales, si no nos muriéramos nunca.
Borges entendía que todas las criaturas que habitaban la tierra eran inmortales a su manera, porque ignoraban la realidad de la muerte, que solo el hombre no la ignoraba y por ende no era un inmortal.
Ese cuento de Borges narra la historia de un hombre que no iba a morir nunca, Marco Flaminio Rufo, que se encuentra de manera fortuita con Homero, que, por supuesto, también era un inmortal.
El encuentro fortuito entre Marco Flaminio Rufo y Homero no tuvo nada de interesante, como son casi todas las cosas de los inmortales, pero mucho menos lo tuvo su despedida.
De esa despedida, sin embargo, Marco Flaminio Rufo rescató un detalle que iba dirigido a los hombres, a los mortales, a los que mueren, para que nunca tuvieran la osadía de olvidarlo, cuando dijo: “Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger, creo que no nos dijimos adiós”.
En la vida de dos inmortales, una despedida sin decirse adiós no tiene nada de relevante, porque en algún momento de su inacabable vida tendrán la oportunidad de volverse a encontrar. Un instante, para un inmortal, no sirve para nada, porque éste se repetirá hasta el cansancio.
Pero en la vida de los hombres, una despedida sin decirse adiós puede significarlo todo, porque nunca tendremos la garantía exacta del reencuentro, ya que en cualquier lugar nos podría asaltar la muerte.
Probablemente esa era una de las cosas que más le preocupaba a mi amigo en el sueño sobre de su muerte: no había tenido la oportunidad de decirle adiós a los seres que quería y mucho menos a los que amaba de verdad, sin signos de interrogación.
En la vida de los hombres, cada instante debe ser vivido plenamente porque nuestra vida está limitada por el tiempo. Somos seres para la muerte. Nacemos un día con la completa seguridad de que un día dejaremos de ser.
Por eso, en un poema que algunos le atribuyen a Borges, el mismo creador del cuento el inmortal, antes de morir, antes de saber que no era un inmortal, escribió un poema que el tituló “Instantes”, donde hacía un repaso de su vida y lamentaba no haber vivido plenamente, sobre todo porque estaba llegando el momento de tener que decir adiós, pero un adiós para siempre, y que textualmente dice así:
Si pudiera vivir nuevamente mi vida
En la próxima cometería más errores.
No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más,
Sería más tonto de lo que he sido,
De hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad,
Sería menos higiénico,
Correría más riesgos,
Haría más viajes,
Contemplaría más atardeceres.
Iría a lugares donde nunca he ido,
Comería más helados y menos habas,
Tendría más problemas reales y menos imaginarios.
Yo fui de esas personas que vivió sensata
Y prolíficamente cada momento de su vida,
Claro que tuve momento de alegría,
Pero si pudiera volver atrás
Trataría de tener solamente buenos momentos.
Por si lo saben, de eso está hecha la vida:
Solo de momentos.
No te pierdas el ahora.
Yo era de esos que nunca iba a ninguna parte,
Sin un termómetro, una botella de agua caliente,
Un paraguas y paracaídas.
…si pudiera volver a vivir…
Comenzaría a andar descalzo
Al principio de la primavera
Y seguiría así hasta concluir el otoño.
Daría más vueltas en calesita
Contemplaría más amaneceres
Y jugaría con más niños
…si tuviera la vida por delante…
Pero ya ven, tengo ochenta y cinco años
Y sé que me estoy muriendo.