Una reflexión ante la muerte de mi primo
|Por pura vanidad, hace unos años me involucré en la ardua tarea de leer un libro fundamental para el mundo filosófico, pero para el que no contaba con la suficiente preparación para hacerlo. Ese libro era “Ser y Tiempo” de Martín Heidegger.
Como era natural, al no dominar las principales categorías del lenguaje heideggeriano entendí poca cosa de esta obra. Y en honor a la verdad, solo pude retener la idea de que el hombre era un ser para la muerte y que ésta era el punto de llegada de un trayecto que se iniciaba con el nacimiento.
Esta última reflexión me remitía a la idea de que la condición necesaria para morir era estar vivo. Solamente muere lo vivo. Ya Michel de Montaigne, hacía muchos siglos atrás, había escrito que no moríamos porque estuviéramos enfermos sino porque estábamos vivos.
Sin embargo, aun sabiendo sobre su inevitabilidad, los humanos nunca estaremos dispuestos a recibir con agrado a esta inesperada visitante. Por eso el 10 de febrero, las familias Arroyo y Abreu manifestaron su dolor por el fallecimiento de un ser humano excepcional: Paul Arístides Arroyo Abreu.
Paul fue vencido en esta primera etapa por el cáncer, y digo en esta primera etapa, porque estoy convencido de que en la otra dimensión donde se encuentra actualmente, la vencerá. Su condición de guerrero de raza, lo demuestra.
Su padre, Ramón Arístides Arroyo Reyes, al improvisar unas palabras ante el cuerpo sin vida de su hijo, hizo una descripción tan exacta de éste, que uno no atina a comprender cómo pudo organizar las ideas en un momento de tanto dolor, en el que comúnmente “las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma”, como dijera en una ocasión Julio Cortázar.
Por eso me conmovió que tantas personas acudieran a darle el último adiós a Paul, lo que me llevó a recordar una referencia que hice a un cuento de Jorge Luis Borges titulado “El inmortal” en “Pinceladas Globales” el 23 de mayo del 2018, en el que digo lo siguiente:
“Ese cuento de Borges narra la historia de un hombre que no iba a morir nunca, Marco Flaminio Rufo, que se encuentra de manera fortuita con Homero, que, por supuesto, también era un inmortal.
El encuentro fortuito entre Marco Flaminio Rufo y Homero no tuvo nada de interesante, como son casi todas las cosas de los inmortales, pero mucho menos lo tuvo su despedida.
De esa despedida, sin embargo, Marco Flaminio Rufo rescató un detalle que iba dirigido a los hombres, a los mortales, a los que mueren, para que nunca tuvieran la osadía de olvidarlo, cuando dijo: “Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger, creo que no nos dijimos adiós”.
En la vida de dos inmortales, una despedida sin decirse adiós no tiene nada de relevante, porque en algún momento de su inacabable vida tendrán la oportunidad de volverse a encontrar. Un instante, para un inmortal, no sirve para nada, porque éste se repetirá hasta el cansancio.
Pero en la vida de los hombres, una despedida sin decirse adiós puede significarlo todo, porque nunca tendremos la garantía exacta del reencuentro, ya que en cualquier lugar nos podría asaltar la muerte.”