Artículo 32 de la Ley 21-18, sobre regulación de los estados de excepción contemplados por la Constitución de la República Dominicana: ¿norma penal en blanco que provoca arbitrariedad?
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A partir de la declaratoria del estado de emergencia, ordenado por el Poder Ejecutivo a través del decreto 134-20, del día 19 de marzo de 2020, han surgido distintas medidas para la preservación de la salud y el orden público, dada la molesta realidad de una enfermedad que no solo afecta la integridad física, sino que aturde la moral de los individuos y de la sociedad en general. Entre esas medidas se halla la declaratoria de toque de queda, de acuerdo con lo dispuesto en el núcleo descriptivo de los artículos 265 y 266 de la Constitución, en lo atinente a la limitación a la libertad de tránsito.
Se ha observado a través de medios de comunicación de todo tipo cómo una cantidad indeterminada de personas han quebrantado las disposiciones emanadas de la autoridad administrativa; y como consecuencia de ello, han sido detenidas y sancionadas (sin juicio) con multas, trabajos de carácter comunitario y videos vejatorios. Y en ninguno de esos casos las autoridades persecutorias han establecido bajo qué cargos sanciona —sustrayendo las atribuciones de la autoridad jurisdiccional— y exhibe como trofeos a los sindicados; escudándose en lo dispuesto para el estado de emergencia.
En este caso, ha de presumirse que lo hacen bajo el amparo del artículo 32 de la Ley 21-18, sobre regulación de los estados de excepción contemplados por la Constitución de la República Dominicana (en lo adelante, Ley 21-18), que reza de la siguiente manera:
Artículo 32.- Sanciones. El incumplimiento o resistencia a las órdenes de las autoridades competentes en los estados de excepción será sancionado de acuerdo con las disposiciones de las leyes vigentes.
Párrafo.- Si el incumplimiento o resistencia es cometido por funcionarios o servidores públicos, éstos serán suspendidos de manera inmediata del ejercicio de sus cargos, notificando, según sea el caso de acuerdo con la falta, a las autoridades competentes o al superior jerárquico correspondiente.
A raíz de la aplicación de esta norma, es necesario hacer algunas precisiones de carácter conceptual, para así poder entender a qué tipo de ley nos encontramos y si verdaderamente comporta ella una norma válida para sancionar a los individuos en el presente estado de emergencia. Para ello es esencial determinar si con ella se respeta el principio de legalidad (tanto en su sentido lato como en el estricto).
Según Luigi Ferrajoli (2005), en su obra Derecho y razón, la legalidad de una norma no solo se contrae a la “clásica fórmula nulla poena et nullum crimen sine lege [escrita, estricta, previa y cierta]” como definición abstracta de lo que es punible (p. 34), sino que, en base a la estricta legalidad, deben cumplirse todas las garantías “necesarias de la legalidad penal (nulla poena poenalis sine necessitate, sine iniuria, sine actione, sine culpa, sine uidicio, sine accusatione, sine probatione, sine defensione)” (p. 95). Planteando de manera precisa que el juez debe someterse a la ley si “las definiciones legislativas de las hipótesis de desviación vienen dotadas de referencias empíricas y fácticas precisas”, que deben partir de supuestos no arbitrarios ni discriminatorios para su constructo; y la reivindicación de la esfera intangible de la libertad, como un logro del derecho penal liberal, “asegurada por el hecho de que [es] punible sólo lo que está prohibido por la ley” y que “nada de lo que ley no prohíbe es punible, sino que es libre o está permitido” (Cfr. pp. 35 y 36).
En principio, se diría que el referido artículo 32 respeta las concepciones generales del principio de legalidad, en cuanto a lo que prohíbe, sin embargo, el problema surge al momento de la determinación de la sanción correspondiente para quien haya actuado más allá de los límites de la prohibición, cuando se observa que la norma hace una remisión abierta a otras disposiciones legales no determinadas o específicas.
Huelga decir que estamos ante una norma penal de carácter incompleto, que solo describe de manera general la conducta a reprimir, pero no establece de manera directa ni propia la consecuente coacción. Y en atención a que las normas penales deben modelarse en torno a la reserva absoluta de la ley (solo esta norma puede regular los delitos); y en torno a la taxatividad de la ley, que implica la precisión, nos hallamos ante una norma que podría no cumplir con los requisitos para generar persecución, juzgamiento y sanción.
A lo único que puede aferrarse es a su carácter remisivo, que es propio de las normas penales en blanco, definidas por Claus Roxin (1997) en su obra Derecho Penal. Parte general. Tomo I, como “conminaciones penales […] que remiten a otros preceptos en cuanto a los presupuestos de la punibilidad”, rigiendo en ellas “la prohibición de analogía respecto de la regulación complementadora, que constituye el tipo propiamente dicho” (p. 156). Por otro lado, el mismo autor establece que las leyes penales en blanco “son tipos que sólo contienen una norma sancionadora, pero que dejan sin embargo su integración a otras leyes, reglamentos o incluso actos administrativos” (p. 465).
Este tipo de normas, tal como indica el Tribunal Supremo de España en su sentencia STS 849/1995 de 7 de julio, son aquellas “que solo contienen una amenaza penal para la infracción de otra norma a la cual remiten”; previendo el Tribunal Constitucional de esa nación, en el mismo sentido, que “para que tales normas respeten el principio de legalidad es necesario que las normas integradas del tipo determinado por la Ley tengan a su vez suficiente concreción para que la conducta calificada de delictiva quede suficientemente precisada” (STC 122/1987, 14 de julio 1987).
De su parte, Günther Jakobs (1997), en su libro Derecho penal. Parte general, establece que las formulaciones latinas ordinarias del principio de legalidad “garantiza[n] la seguridad ante la arbitrariedad —sobre todo judicial— cuando la determinación previa [del delito] tiene lugar en consonancia con lo razonable (Montesquieu) o la voluntad general (Rousseau), es decir, en la ley” (p. 79). Previendo que este principio, entre muchas otras funciones, «especifica el principio de culpabilidad, puesto que sólo cabe hablar de una “decisión defectuosa consciente, o reprochablemente inconsciente”, cuando “en el momento del hecho ya ha estado presente su punto orientador: la ley penal que especifica el tipo de injusto”» (p. 80). Lo que pone en evidencia la debilidad de los tipos penales en blanco, debido a su falta de definición concreta del delito y de su eventual sanción; entendiéndose que las normas penales en blanco, así como lo razona Jakobs, no generan seguridad ni confianza, componentes necesarios del Estado de Derecho.
Entonces, habiendo verificado lo que son las normas penales en blanco y algunos de los predicamentos que traen consigo, es necesario advertir, sin lugar a duda, que el citado artículo 32 de la Ley 21-18 es una de ellas y debe ser proscrita como tal, por no garantizar la denominada confianza y seguridad que las leyes deben proveer a los individuos. Y para entenderla dentro del contexto actual, hay que remitir a la población y a las autoridades a un sinnúmero de normas que quizás la gente no conoce o que tal vez hayan sido hasta olvidadas: contravenciones de primera y segunda clase, previstas en los artículos 471, numerales 20, 473 y 475, numeral 25, del Código Penal, referentes a la inobservancia de “los reglamentos dados por las autoridades administrativas en el círculo de sus atribuciones” y la inobservancia de las “reglas de higiene y salubridad, acordadas por la autoridad en tiempo de epidemia o contagio”, respectivamente; el delito con pena correccional de publicación en los medios de comunicación de información falsa que perturbe la paz pública, descrito en el artículo 27 de la anacrónica Ley 6132, de Expresión y Difusión del Pensamiento; el delito de injuria pública (en este caso, contra autoridades policiales o militares), con sanciones correccionales, descrito por el artículo 21 de la Ley 53-07, sobre Crímenes y Delitos de Alta Tecnología, pero resuelto manu militari por los mismos que se sintieron injuriados, y no por los tribunales.
Toda esta confusión trae consigo un distanciamiento del principio de legalidad. Las sanciones que han infligido contra aquellos que violan las disposiciones de la Ley 21-18 desbordan los límites de la legalidad: la remisión abierta que hace el artículo sometido a análisis ha provocado comportamientos arbitrarios: ministerio público sancionando con penas no previstas en la ley ni homologadas por un tribunal, alcaldes castigando como padres a niños sin tener la potestad legal para hacerlo, policías degradando la imagen y honor personal de los individuos con fílmicas humillantes; aglutinamiento masivo de los infractores, es decir, castigándolos con la misma conducta que se trata de desincentivar (“protejo tu salud y la de los demás exponiéndote aún más a la enfermedad: no me importa el bien jurídico protegido tuyo ni el de nadie, solo el poder y a la autoridad”); todo ello sin importar que hay un Poder Judicial llamado a conocer en un juicio justo, bajo los términos del debido proceso, sobre la responsabilidad penal o no de aquellos que infringen la ley.
En este caso se verifica la disonancia entre lo fáctico y los principios. Es sencillo percatarse que el problema no es la ley penal en blanco en sí misma, sino la falta de descripción penológica adecuada para sancionar a alguien por la remisión que hace aquella norma. Es decir, esta disposición prevé una conminación que deja que “la acción prohibida sea determinada por otra ley”, tal como lo proponen Eugenio Zaffaroni, Alejandro Alagia y Alejandro Slokar en su Derecho Penal. Parte General (2002, p. 115), quienes también las llaman “conminaciones penales ciegas”, que durante los tiempos del Imperio austrohúngaro fueron teorizadas para casos de leyes nacionales completadas por leyes de naturaleza local, con una desacertada opinión de que mantenían su vigencia más allá de la inexistencia de aquellas normas a las que se remitían para justificarse. Zaffaroni es enfático frente a esta visión: “No cabe compartir este criterio, porque no puede afirmarse que haya un tipo penal cuando solo hay una pena legal pero falta la acción típica, lo que impide cumplir su función de programación criminalizante” (p. 115).
Y de acuerdo con esas precisiones teóricas, nos hallamos ante una norma —fruto de la banalización, de la producción masiva y de la disminución cualitativa de la ley penal— que más que poner orden y cumplir con su rol limitador de los procesos de “criminalización” para seleccionar a los que serán perseguidos y castigados, genera caos y muchas interpretaciones en las diferentes islas de poder punitivo que amenazan los derechos intangibles de la libertad y de la dignidad humana. Permite analogías que siempre serán inconstitucionales si no se logra determinar el tipo de delito que se le puede atribuir a una persona, en consonancia con el principio de legalidad; y, en el mejor de los casos, disuelve la garantía de que las personas serán sometidas bajo los rigores del debido proceso ante las autoridades judiciales correspondientes para ser juzgadas.
Mientras no veamos sometimientos formales ante los tribunales correspondientes por los tipos penales vigentes, con descripciones penológicas concretas, a los que esta norma penal en blanco remite —si fuere el caso—, podemos hablar y seguir hablando de que esta es arbitraria, desproporcional, irracional e ilegítima, en pleno desborde del principio de legalidad. Y ante situaciones como esta, ya lo decía el marqués de Beccaria en su De los delitos y de las penas: “Los atentados contra la seguridad y libertad de los ciudadanos se cuentan, pues, entre los mayores delitos, y en esta clase figuran no sólo los asesinatos y los hurtos cometidos por plebeyos, sino también los de los grandes y los de los magistrados, cuya influencia obra a mayor distancia y con más vigor, destruyendo en los súbditos las ideas de justicia y de deber para sustituirlas con la del derecho del más fuerte, que es igualmente peligroso a la postre para quien lo ejerce y para quien lo sufre”.
Referencias bibliográficas:
• BECCARIA, César. De los delitos y de las penas, 5ª ed., Liorna: Harlem, 1766.
• FERRAJOLI, Luigi. Derecho y razón. Teoría del Garantismo Penal, 7ª ed., Madrid: Editorial Trotta, 2005.
• JAKOBS, Günther. Derecho penal. Parte general, 2ª ed., Madrid: Marcial Pons, Ediciones Jurídicas, 1997.
• ROXIN, Claus. Derecho penal. Parte general. Tomo I, 2ª ed., Madrid: Editorial Civitas, 1997.
• ZAFFARONI, Eugenio, ALAGIA, Alejandro, y SLOKAR, Alejandro. Derecho Penal. Parte General, 2ª ed., Buenos Aires: Ediar, 2002.