ARBITRARIEDAD – GARANTÍAS – IMPUNIDAD Tres dimensiones y un Código
|La emotividad e inmediatez con que tradicionalmente se aborda el tema de la reforma de la justicia penal (de la que el Código Procesal Penal –el Código en adelante– es sólo una parte) suele nublar las ideas de los más encumbrados juristas, tanto de los defensores como de los detractores de las actuales orientaciones reformadoras. Aunque me inscribo en la oleada de los defensores, las líneas que siguen son una crítica a la forma criticar y contracriticar. Con esta advertencia y sin ánimos de desmeritar los planteamientos de ningún autor en particular, pretendo desarrollar, lo más racionalmente posible, algunas ideas en que convergen las tres dimensiones básicas del quehacer práctico de la justicia penal: arbitrariedad, garantías e impunidad.
Hay quienes ven en las normas protectoras de los derechos de los imputados (garantías) el germen de la impunidad. Sin embargo, no es correcto asignarle al Código la principal responsabilidad en cuanto a la deficiencia que exhibe la justicia para producir «decisiones» que manden mensajes de responsabilidad social contra la delincuencia (tanto la común como la más elaborada). El grueso de la impunidad se cuece en dimensiones diferentes de la ley.
Es cierto que en beneficio de los imputados se establecen garantías o límites al poder (de persecución, de investigación, de juzgamiento y de ejecución). Sin embargo, esos límites no son tan innovadores como se piensa, sino que fijan legalmente los estándares planteados hace años en la Constitución y las declaraciones y tratados internacionales de derechos humanos (conglobados bajo la fórmula sintética de «bloque de constitucionalidad»). Es así que se pueden perfectamente ubicar en el bloque de constitucionalidad cada uno de los 28 «principios fundamentales» que resumen la filosofía del Código. No en vano se habla de la «constitucionalización del proceso penal».
La diferencia con el Código de Instrucción Criminal (en adelante ancien Código), que también establecía algunos de esos principios o garantías, es que ahora constituyen verdaderos «límites» que siendo vulnerados hacen actuar ciertas «consecuencias»: cuando se cometen arbitrariedades, excesos, vejaciones o connivencias contra los derechos de los imputados, el Código «actúa» activando mecanismos que hacen anular las actuaciones indebidas. Acá está lo novedoso, ¿cuántos no conocen algún caso dónde se produjeron arbitrariedades y el ancien Código no fue capaz de hacer que un juez las anulara? ¿cuántas veces observaron como un juez podía certificar la ilegalidad de una actuación, sin ningún tipo de cortapisas?
Pasamos de una justicia de formas a una justicia de sustancia: no es posible que la justicia haga recaer la condena de un ciudadano basada en prueba obtenida ilícitamente o un procedimiento donde no se respeten las reglas del debido proceso. El Código no permite cubrir esas fallas y eso genera una sensación de impunidad. Es esa lógica de las garantías que muchos no logran entender y cuando se abordó la reforma del ancien Código se tenía muy claro que, si no se tomaban en serio el proceso de implementación, las garantías del Código iban a causar estragos, invalidando y anulando actuaciones indebidas.
Una lectura crítica mueve hacia los reajustes a una práctica desatinada, no a la reforma de la norma que nos señala las fallas: es la oportunidad de leer los errores que se van presentando, dejar claramente establecido dónde esta el mal y reencausar el proceso de implementación. Es la esperanza de que un día se tendrá una justicia más eficiente lo que inspira la defensa de la reforma. Quienes anhelan juicios emotivos (y no racionales), deberían derechamente echar por tierra el juicio previo y someter a la obediencia a todo imputado en una plaza publica, dónde unos cuantos políticos y comunicadores sean los que decidan la suerte de esos culpables sin juicio.
Sin embargo, no es un problema con los derechos de las víctima, sino la responsabilidad del Estado (democrático y de derecho) de hacer actuar su justicia penal respetando unas reglas elementales, ganadas bajo la sangre y el yugo de revoluciones que muchos parecen olvidar.
El respeto a los derechos de las víctimas implica otras cuestiones. Empezando porque la idea de establecer delitos es precisamente para evitar agresiones contra los ciudadanos y que en caso de que se produzcan el Estado pueda intervenir para que no se cometan excesos en las reacciones. Ya en el proceso, la victima debe ser objeto de protección jurídica y así lo reconoce el Código.
Quizá la parte más débil diga con la asesoría jurídica de la víctima sin recursos, similar a la del imputado con su defensor público. Pero aún en ese análisis hay un error de fondo. La regulación de ese derecho debe hacerse en el marco de las funciones del ministerio público no una defensa pública de las víctimas, como algunos impropiamente plantean. Es hacia allá que deben enfocarse los discursos de relegitimación del ministerio público y la integración de la víctima como sujeto procesal.
Así, la idea del interés general que representa el ministerio público debiera ser enfocada desde el interés individual de la víctima concreta. Es humanizando la reacción, mirando en la víctima la primera persona a satisfacer como puede ingresar este actor al sistema, sin claudicar en las garantías del imputado. El futuro está en dotar el ministerio público de una infraestructura que le permita asumir esa función, que para nada desvirtúa el mandato de esta institución si aprende a jugar su rol con lealtad.
El principio de superioridad ética del Estado y la asimetría entre el individuo y el Estado no permiten la legitimación de intervenciones punitivas arbitrarias o excesivas. La lucha contra la delincuencia no es una verdadera «lucha». La terminología de guerra no hace más que acentuar el carácter ilegitimo y demagógico de esa forma de abordar la criminalidad. La lucha contra la impunidad (que es la contracara de la seguridad) no se «gana» amedrentando a supuestos jueces «garantistas» o vinculando a las cabezas del Poder Judicial en campañas de ley y orden. En un estado democrático de derecho los jueces ejercen una función de control incompatible con ambas pretensiones.
La seguridad y la lucha contra la impunidad son un asunto del Ministerio Público y la Policía (comprendiendo también por Policía, no sin abuso del lenguaje, todas las agencias especializadas de prevención e investigación). Y, como no es posible romper la actividad investigativa del delito en dos mitades: una policial y una fiscal, la efectividad de la persecución obliga a un trabajo en equipo. Sólo con una actividad investigativa profesional, con responsabilidades compartidas, que permita recabar pruebas legítimas para condenar, es cuando puede hablarse de civilización, derecho y justicia.
Nadie esperará que la Policía se someta a un plan «voluntario» de depuración si no es por la exigencia de una realidad convulsa y una norma no complaciente, que no le tape sus excesos. Tampoco se espera que «alegremente» la clase política desarrolle los pactos necesarios para hacer viable la reforma policial y dotarla de mejores condiciones. Si bien, no readecuar el aparato policial tiene un costo político en arbitrariedad, que cuando intenta ser controlado por las garantías jurídicas produce una sensación (comprensible) de impunidad, no puede aceptarse el renunciar a las garantías, porque son la única forma de controlar la arbitrariedad y forzar hacia un cambio en la realidad y la cultura de las instituciones.
Asimismo, preocupa en la lucha contra la impunidad (con justa razón) un vicio judicial que produce la atomización de las garantías, erróneamente denominado «hipergarantismo. Tomando el problema en su justa dimensión, no existe un «hipergrantismo», como tampoco existe una «infraarbitrariedad». Lo que existe es una «irracional interpretación normativa»: los jueces que otrora eran «inquisidores reformados», queriendo mantener un poder que perdieron (el de dirigir formalmente la investigación) reaccionan controlando irracionalmente la actividad persecutora del ministerio público y la policía. Así, rigidizan las audiencias previas y los estándares probatorios de las mismas, pero no es la presunción de inocencia la que protegen, sino un poder propio que se resienten en dejar.
Sin duda, esta situación afecta el funcionamiento del sistema y, como tal, debe ser objeto de críticas, no contra el instrumento (el Código), sino contra quienes lo accionan. Haciendo un símil con un arma: las armas son malas porque se hicieron para hacer daño, pero en determinadas circunstancias devienen en instrumentos útiles porque nos permiten protegernos contra agresiones ilegitimas: ¿no es así? Con el Código ocurre algo similar, pero a contrario, fue pensado como un instrumento útil para prevenir y/o controlar la violencia individual u organizada (que es la que viene del estado), pero en determinado momento puede ser mal utilizado, con lo que se pervierte y sus fines se deshacen. Eso es lo que pasa cuando un juez, más allá de los límites legítimos y racionales, intenta supeditar sus decisiones a caprichos que desvirtúan el sistema normativo.
El gran reto global de la justicia penal es profesionalizarse en todos los ámbitos para evitar que las garantías del Código no arropen todos los casos y generen ese estrés colectivo que algunos llaman impunidad. De suerte que la reacción no es eliminar las garantías y seguir trabajando mal (porque eso es lo que hacen las garantías cuando actúan: señalar fallas) sino trabajar bien respetando las garantías, sin desbordarlas. Trabajar por una justicia eficiente e implacable, pero justa y respetuosa de las garantías. No hay vuelta atrás.
Nunca hubo una época de oro de la justicia penal dominicana. Lo único que queda en el recuerdo colectivo son las miles de prisiones preventivas que durante años vivieron individuos desposeídos, muchos contra los que nunca hubo elementos para hacerles un juicio y aprendieron a ser delincuentes en las cárceles. También miles de víctimas que nunca vieron satisfechas sus intereses en un tortuoso proceso que no les dejaba otra voz que pedir indemnización económica (a las pocas que podían pagar un abogado) y otros miles de «delincuentes» muertos en unos «confusos» intercambios de disparos (aunque esa pena no la puede decretar un juez desde el 1924).
Aunque todo el mundo tiene sus ideas muy claras acerca de lo que espera de la reforma, se debería prestar más atención a la realidad que a la norma. Urge que en cada caso donde se produzca una decisión cuestionable se examine críticamente el trabajo del policía, del fiscal, del defensor y del juez, y sólo sobre la base de ese análisis se hagan las conclusiones de lugar. Basta ya de ideas aéreas (como éstas que yo mismo expongo), hay que ver más allá de la ley, a la realidad misma de la justicia penal, al tiempo que se comprenden las funciones de las leyes y de cada actor.
Quizá, entonces, se llegue a conclusiones interesantes, que permitan rectificar las ideas y apuntar claramente donde se debe cambiar. El cambio está en la práctica, implica asumir posiciones difíciles, sanear las instituciones, redefinir mandatos, trabajar en equipo en protección de las víctimas y la sociedad y en la realización de las investigaciones (policías y fiscales), controlar la legalidad de las actuaciones de aquellos (jueces), proteger los intereses del imputado (defensor). Es así cómo se compone el sistema de justicia penal. Y su justo equilibrio no se da porque todavía no se asume con seriedad el programa delineado en el Código.
NOTA: Este artículo del autor tiene 12 años de publicado en la revista Gaceta Judicial y “parece que fue ayer”. Mantiene una pasmosa actualidad. Hemos avanzado? Tenemos los mismos problemas aún sin solución?