EL PELIGRO DE LAS IDEOLOGÍAS

Estamos inmersos en ideologías en el ámbito político, económico, religioso, cultural, social y en general. Sin embargo, la sociedad de hoy tiene todas las herramientas, acceso a la información y a la lectura, para comprender qué significa una ideología y por qué es sumamente peligrosa. Las ideologías tienen que ver directamente con nuestro modo de vivir, pensar y actuar.

Para Hannah Arendt, teórica política alemana de origen judío, cuando el espíritu humano, llevado por la embriaguez de los discursos consoladores, deja de pensar por sí mismo y deja de tener una mirada crítica hacia su entorno, ahí empieza la ideología”.

Arendt sabía que una ideología se identifica por el hecho de tomarse atributos mesiánicos, volviéndose una autoridad moral con falsas promesas y con la pretensión de “enseñarnos” qué es el bien y qué es el mal. Las ideologías, cuando surgen, buscan borrar las huellas “del sentido común”, borrar cualquier intento de “ponerse en el lugar de otro”, busca quitarnos el derecho a la libertad de pensar por sí mismo. Para Arendt, la ideología es la “prenda bonita” del totalitarismo.

La ideología ofrece al hombre el acceso a lo que Arendt llama la banalidad del mal. ¿Qué significa la banalidad del mal? La filósofa lo ejemplifica mediante el conocido escrito Eichmann en Jerusalén. De manera muy breve: Eichmann un “servidor” de la ideología nazi y de Hitler, fue un típico funcionario, sumamente insignificante que, al momento de ser juzgado por los crímenes tras el Holocausto, se justificó afirmando que sólo “cumplió órdenes” y que “hizo su trabajo”.

Eichmann es el ejemplo de un individuo que, inmerso en un “sistema ideológico”, obedeció a lo que el sistema le pidió. A Eichmann no se le recomendó la tarea de matar porque no estaba hecho para el puesto, pero estuvo involucrado en el proceso de exterminación en masa. Por lo mismo no era un “típico criminal” sino peor, porque ni siquiera tuvo el valor de enfrentarse a sus víctimas.

¿Qué tipo de sociedad estamos creando? La respuesta es dolorosa: la misma que forma a individuos como Eichmann, cuyos “deberes” están solo al servicio del “sistema”; individuos que no se cuestionan y que no son capaces de tomar decisiones, pero sí son capaces de ejecutar órdenes: “Matar”. El mal no es algo ajeno a nuestra naturaleza, no es algo que está fuera de nosotros, sino que es sumamente banal y surge en cualquiera de nosotros cuando estamos dispuestos a “callar la conciencia”.

El peor peligro es este mal tan banal en contra de las personas, como afirma Arendt, en un mundo de “reflejos condicionados”, en un mundo de “marionetas” sin el más ligero rasgo de espontaneidad; un mundo en el cual la conciencia está adormecida.


La única forma auténtica de sobrevivir, en un mundo invadido por ideologías de todo tipo, es aquella en la que la consciencia está involucrada y no renunciar a lo que Arendt llama “la fidelidad con uno mismo”. “Debo ser fiel a mí consciencia”, ese es el criterio moral por excelencia. Y no hay conciencia ahí donde no hay diálogo interior, como decía también San Agustín.

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